domingo, 17 de junio de 2018

El maestro...

... Hay en Helsinki un brazo de madera que te lleva al mar. Con una ligera brisa y el aleteo de las gaviotas, el lugar ya toma la categoría de idílico. Así que allá me dirigí yo el otro día, con toda la mañana por delante y muchas cosas que pensar. Un parque sobre él me daba una situación privilegiada, podía ver tanto el mar como a los demás meditadores y tomadores de sol que se disponían a pasar allí un rato de sus vidas (lo cuál, en Finlandia suele ser una vista bastante agradable).
   Y allí comenzó mi sempiterno ritual cuando quiero, debo dedicarme a mí mismo y poner unos momentos de reflexión.
   Primero, me duermo. Ahí, sentadito, dejando que mis ondas cerebrales no produzcan más que un placentero zumbido. Después, los pensamientos repetitivos. ¿Cómo puedo almacenar tantas cosas en la cabeza? Desde luego, en frases y ocurrencias mentales, soy millonario. Después, las prisas. "Qué hora es, llego tarde, tengo que ir a comer". Y cuando ya miras el teléfono y los minutos no van para alante, sino para atrás, entonces, te has rendido. Descubres que tu fortaleza mental debe de ser similar a la de Hommer Simpson, y abandonas con toda la dignidad que puedes el lugar.
   Pero, entonces, le vi. Sentado delante de mí. Con una gorrita. Admiré su quietud. La media hora larga que se pegó sentado, mirando al infinito y que, por otra parte, consiguió transmitirme a mí, que estuve media hora simplemente mirando.
   Sé que suena a tópico y a frase de disco de Bunbury (el viaje no está en llegar, sino en el camino). Pero ahora más que nunca que tengo este espectacular viaje por delante, espero aprovecharlo. Porque me he dado cuenta de que no consigo estarme quieto.
   Y por mi mañana perdida de pensamientos, no os preocupéis. Siempre que me propongo pensar no pienso. Y pienso sin pensarlo el día menos pensado. Prometo pensar en ello.

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